Por Julieta Ossés*
Hace días que trato de escribir sobre feminismos, me siento en la computadora, miro los mails, me paro y preparo mate, vuelvo a sentarme, leo las noticias. Me detengo en la que cuenta una marcha de apoyo al gobierno neoliberal que tenemos hace casi 4 años, me resulta inentendible, tanto como los carteles que lleva esa gente. Hay uno que dice “Te sigo eligiendo, Machirulo” con la cara de un gato. Lo sostiene una señora. Pienso en todo lo que avanzamos como movimiento feminista, pienso en todo lo que falta.
Vuelvo a esta página para escribir algo. ¡Me cuesta tanto escribir para que otres me lean!, tan adentro tenemos las prácticas a las que nos somete el patriarcado que ni varios años de autopercibirme feminista me permiten sacarme el temor a tomar la voz de una manera distinta, a ocupar espacios para potenciarnos, para escucharnos, leernos y debatirnos entre nosotras.
Cada práctica, cada acción, es un aprendizaje, la primera vez que tomás la voz en una asamblea, cuando te haces cargo de la seguridad de una marcha junto a tus compañeras, cuando escuchas a una amiga y sabes que a ese violento hay que denunciarlo por más progre que se diga, cuando ya no te quedás callada ante el acoso en la calle, cuando te metés en una conversación donde el varón está violentando a una piba, cuando te nombrás lesbiana. Cada día corremos los límites del machismo un poco más, ocupamos más lugares. Pero no sin miedos, sin dudas, sin preguntas.
Yo no se cuando me hice feminista, pero si se que hubo un momento en que tomé conciencia de que más de la mitad de la población habita de una forma menos libre y menos justa este mundo que la otra mitad. Que lo de burgueses y proletarios no era la única manera de partir en dos este mundo. Y entonces, aunque estaba leyendo de una manera binaria la realidad que me rodeaba, ya no hubo vuelta atrás. Indagué un poco más, descubrí textos, discutí con amigas, con sus novias, con compañeras y compañeres, con mi(s) hermana(s) y entonces empecé a comprender que esa primera interpretación del feminismo a la que había llegado es solo el punto del partida, porque está sesgada, es una mirada hetero, cis, sexista, racista, privilegiada.
Al género se suman otras variables y características que hacen de nosotras, personas con más o menos derechos, con más o menos acceso, con más o menos posibilidades dentro de un sistema profundamente injusto. Hay características que son valoradas hegemónicamente y otras que son negadas, invisibilizadas, discriminadas. Esa injusticia es insoportable.
Las opresiones se cruzan, se retroalimentan. Sin conciencia de los propios privilegios no hay feminismo posible. Algunos son relativos, son circunstanciales, varían según el espacio que habites. Pero existen.
Me repito todo el tiempo que soy blanca, que soy cis, que mi cuerpo aunque es cuestionado está dentro de los límites de lo hegemónico. No quiero perderlos de vista, las opresiones son muchas menos para mi que para otres compañeres, como las chongas, las gordas, las negras, las marrones, las que tienen alguna discapacidad, las pobres, las travas y les trans. Pero también las opresiones, en mayor o menor medida existen para todas, para todes; el sistema hetero-cis-patriarcal y racista se nos impone en el cotidiano y el ejercicio por tirarlo abajo es diario, es constante, es imprescindible.
Ser feminista para mí, es la decisión consciente de querer transformarlo todo. Pero todo.
Yo no se cuándo me hice feminista, mi hermana dice que siempre lo fui. Yo creo que siempre me enojaron las injusticias. Empecé a construirme en mi militancia feminista hace ya varios años, junto con otras compañeras, cuando el feminismo era todavía muy cuestionado dentro de las organizaciones políticas, hasta en las más progres, porque parecían cosas escindidas. Parecía que una cosa era lo que planteábamos las mujeres, las tortas y las disidencias y otra muy distinta la política real que llevaban adelante los partidos y sobre todos los varones. Creo que se subestimaba la militancia feminista y también creo que, aunque muches digan que están en política porque es la herramienta que transforma la sociedad y que así se puede terminar con las grandes estructuras de opresión, en su vida no se atreven a modificar prácticas cotidianas que tiendan a esos cambios estructurales.
Con todas las discusiones entre feminismos y militancia, muchas veces sentí las machiruleadas de compañeros propios y ajenos, discutí con compañeras, compartimos experiencias, nos preguntamos por los lugares de poder, quiénes los ocupan, por nuestros roles dentro de la militancia, fuimos debatiendo, discutiendo y empujando para que muchas prácticas se transformen.
En todo ese recorrido puedo identificar algunas de las veces en que el feminismo se me hizo cuerpo. Son momentos que no son teoría, ni análisis, ni comprensión de las circusntancias. Es una transformación subjetiva que te permiten dimensionar la importancia de esta lucha colectiva y seguir. Puedo mencionar sin dudas el primer Encuentro Nacional de Mujeres al que fui. Viajamos a Posadas durante casi 20 horas y ya en el micro había transitado tantas cosas. Una vez ahí, caminar por la calle sin miedo, saberte entre pares, confiar en la línea política que defendés en cada taller con tus compañeras, marchar con energía a pesar del largo viaje, ser nosotras, solo nosotras las que organizan todo eso. Es una experiencia que les deseo a todas. O la marcha en conmemoración al segundo “Ni Una Menos”, bajo una lluvia que no paraba y nos hacía sentir más poderosas, caminamos cuadras y cuadras en una columna enorme que no dejaba de avanzar a pesar del agua y el frío. De todas las marchas convocadas por los movimientos feministas esa es una de las que más recuerdo. También más recientemente, cuando me abracé con mis compañeras después de 20 horas de vigilia frente al Congreso, el 13 de junio de 2018, con la felicidad de haber logrado la media sanción en la ley que buscaba ampliar derechos a través de la legalización del aborto. Tantos años de lucha y ese abrazo en una mañana fría de sol que nos devolvía la fuerza para seguir exigiendo.
También hay ejemplos que parecen más personales, pero que son profundamente políticos y parte de la revolución que vamos gestando: las primeras veces en que me animé a besar a una chica en la calle, a decirlo en mi casa. Sin mis compañeras, con quienes cuestionar la heteronorma, no hubiese podido vivir mis deseos y disfrutar su potencia política. O la primera vez, después de mucha insistencia, en que me puse unos botines y entré en una cancha para jugar al fútbol. Con 34 años me paré en la defensa, en la cancha otras 4 compañeras y 5 contrincantes. Vi venir a las delanteras con mucha más experiencia en el juego y lo único que pensé fue que no iba a poder. Cuando estaban tan cerca mío que el gol era casi inevitable aparecieron mis compañeras y sacaron la pelota por la línea.
Para mi esa experiencia de juego colectivo, sentirme parte de un equipo, entender que no depende de una sola, buscar con la mirada a tus compañeras, encontrarlas, esperar el pase, que te caigas y te levanten, abrazarte, reirte y llorar, todo eso es el feminismo; pero en este caso adentro de un rectángulo delimitado con cal. Un espacio que quisieron negarnos, pero que fuimos ocupando como tantos otros. Lo que rueda es una pelota, pero también es nuestra potencia, nuestro deseo de meter un gol, de hacer un caño, de tener reglas pero sin perder la picardía, el objetivo de conseguir un resultado colectivo.
Yo de esa primera vez en que jugué al futbol no me olvido más, salí de la cancha sintiéndome mejor; es que vivir experiencias que te potencian es lo más lindo que te puede pasar.
De ese amor que tienen muchas compañeras por el deporte más popular de la Argentina y que supieron contagiarnos a tantas otras, surgieron cosas hermosas, logros colectivos. Como la posibilidad de que tengamos en la Ciudad de Buenos Aires una Ley que conmemora el Día de las Futbolistas, una ley que repara el olvido al que fueron sometidas las mujeres que desde hace cien años juegan ese deporte en nuestro país, una ley que nos nombra, que permite que conozcamos la historia de las primeras jugadoras, de las Pioneras, de las que viajaron al primer mundial del que participó una selección femenina casi 20 años antes de que la Asociación de Fútbol Argentino reconozca el futbol femenino en nuestro país.
Y entonces festejamos una fecha que nos da visibilidad, el 21 de agosto, el primer día de Las Futbolistas. Fuimos muchas, las jugadoras de antes, las de ahora, las profesionales y las amateurs, las que aportaron desde afuera de la cancha su granito de arena para que el fútbol femenino se difunda, se potencie. Lo celebramos con música, con cantos, nos escuchamos los relatos, nos miramos las caras, vimos las fotos que cuentan la historia, una parte, la que se pudo retratar. Y nos comprometimos a seguir andando.
Porque no hay nada más feminista que reconstruir nuestros protagonismos en una historia que siempre trata de invisibilizarnos, nada más feminista que nombrarnos, escribirnos nosotras mismas y seguir transformando.
Por eso estas líneas, un aporte desde la propia mirada, de cómo el feminismo me fue atravesando, se fue construyendo en mi, se construye en nosotras, con nosotras, entre nosotras. Una invitación a pensar nuestras cotidianeidades sabiendo que nos estamos haciendo, reconociendo y reinventando para seguir escribiendo, para seguir exigiendo, para seguir transformando.
Para que nuestra historia no la escriban quienes levantan carteles que defienden gobiernos para pocos. Que nuestras consignas sigan siendo de libertad, de justicia, de feminismos trans y travas, feminismos populares, feminismos de todes y para todes.
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