* Por Romina Aquino González
Tres navegantes, una invitada especial y una narradora/piloto omnisciente. El escenario: un comedor, el corazón de una casa. Un refugio en medio del océano salvaje que es el mundo de hoy. Una cueva en medio del horror de los años que sobrellevamos. Un lugar para pensar. Un lugar para sentir.
¿Cómo vuelvo a tu jardín perfumado tras una estancia entre frutas malsanas?, escribe Adriana Almada en su poemario patios prohibidos. Mirando a nuestro alrededor, la pregunta encajaría perfectamente. ¿Cómo volvemos a acercarnos después de tanta distancia? ¿Cómo volvemos a confiar después de tanta violencia? ¿Podemos todavía confiar en el otrx? ¿Hay todavía un otrx? ¿Alguien?
Fátima Fernández Centurión, María Victoria Carballar, Guadalupe Lobo y Natalia Dos Santos Vega asumieron el compromiso de trabajar desde ese lugar, el de la duda, con una sinceridad aplastante, pero tan reconfortante, a la vez. Porque ¿quién podría decir que después de estos años pandémicos lo tiene todo resuelto?
Tres amigas, con intenciones de reconstruir sus vidas, de seguir sus sueños, de continuar buscando respuestas. Una idea: un bar nocturno. La excusa para estar juntas, para encontrar algo en común, para ganar un poco de plata y conquistar el deseo real: el de ser artista en un país ingrato.
En la incertidumbre, al final, lo único certero es que nos tenemos. ¿Quiénes somos sin la otra? ¿Sin la amiga que sabe y puede contar nuestra historia? Pero qué pasa cuando esa historia está tan fragmentada que ni el amor ya funciona como pegamento.
El acuerdo inicial: una habla y las otras escuchan. Utópica regla que nunca llega a concretarse. Hay tanto por decir que hasta el silencio se materializa en la obra, para ser una palabra viva, que respira, se pasea por la sala y se cuestiona su propia existencia. Al silencio, lo acompaña la musicalización de Mar Pérez, que es parte esencial de la narrativa. Cual titiritera, Mar mueve los hilos que tensionan o recomponen los vínculos en escena. En su rincón, ella se ríe, como si no tuviera influencia, pero en cualquier momento sus dedos pueden provocar un desborde.
El absurdo que atraviesa lo verosímil que es la trama puede ser un poco sofocante, pero la obra se equilibra en esos actos de metateatro, momentos de locura, paréntesis desquiciado, para retomar una vez más la idea: hacer algo que nos salve. ¿Qué más queda en el absurdo? Si no es creer en la otra. Soñar con un futuro juntas. Imaginar que nunca nos vamos a separar. Construir algo, una cosa, que perdure, más allá de nuestras individualidades.
No se trata ya de luchar en contra de o nadar contra corriente, sino de hacer una coreografía ahí, en las aguas turbulentas. En un momento en el que todas las armaduras están en el suelo, queda mirarse, transitar las heridas, pronunciar nombres de fantasmas en voz alta, entender que hay quienes nunca se van o nunca estuvieron realmente.
En la vorágine del encuentro, un deseo permanece intacto. El deseo de alguna vez llegar. No sé a dónde. Quizás al Atlántico Sur. Quizás a esa obra épica. O a ese lugar oscuro de la conciencia, para entender al fin, que no hay sitio, verdad o fundamento que funcione para siempre. Solo el movimiento. El ir y venir. El ahata aju. El balanceo único en el que intermitentemente nuestras vidas coinciden.
La obra Tres Tristes Tigres, escrita por el dramaturgo Vinicius Souza, en el 2014, adquiere una forma única, movediza, tornasolada, agridulce, en nuestro contexto, bajo la dirección de Guadalupe Lobo y la interpretación de María Victoria Carballar, Fátima Fernández Centurión, Natalia Dos Santos Vega y la propia directora. Y quedará como ese grito, transparente y desesperado, de enunciación: acá estamos y no vamos a ceder lo conquistado.
Sobre la obra
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