Tenía 8 años cuando ocurrió. No recuerdo como era mi cuerpo, era una niña que tenía su propia habitación y dormía sola a veces, a veces con su hermana. En casa había un muchacho que había venido del interior a estudiar. Era de una familia muy numerosa, 16 hermanos, cuando llego estaba lleno de todo tipo de enfermedades de la piel. Papa y sobre todo, mamá con mucha paciencia fueron sanándolo, lo mandaron a la escuela, tenía problemas de crecimiento, le dieron vitaminas, etc. Vino cuando tenía 12 años, yo tenía como 6 años.
Un tiempo después, a mis 8 años, empezó a entrar a mi habitación en la noche y aprovechando el descanso de mamá (papá por su trabajo casi no estaba), empezó a tocarme, introduciendo su dedo en mis partes íntimas. Yo no entendía lo que pasaba, pero no estaba bien. Lo hizo muchas noches, no me acuerdo cuantas. Debo agradecer a Dios y a mi ángel de la guarda que nunca fue brutal, que no me dolía o me hizo sangrar, pero si me enfermó.
Tuve una infección en las vías urinarias, una sin precedentes para una niña de mi edad. Me tuvieron que medicar como si fuera una adulta. La única respuesta posible era que yo no me había limpiado bien cuando iba al baño. Nadie me pregunto qué había pasado o si yo tenía algo que contar. Mi voz no había sido tenida en cuenta.
Después de esa infección no volvió a ocurrir nada más. Mi familia comenzó a cuidarme más por mi estado de salud y eso hizo que el sujeto se retirara, creo que después de eso lo mandaron al cuartel.
Y luego mi mundo emocional comenzó a manifestarse de diferentes maneras, menos para contar lo que había pasado. Recuerdo que pensé contarlo, pero me preocupaba la reacción de mi mamá que estaba enferma. Me decían que debía cuidarla, yo tan pequeña con tremenda responsabilidad, que elegí callar. Ahora miro a la distancia y me veo con los labios atados, como con costura. Y así se quedaron por mucho tiempo.
Era la niña buena de mamá y papá, la que se hacía cargo, como iba a contar algo que “me manchara”. Pero, inconscientemente en mí se iba gestando esa otra parte. La que estaba enojada, la que se sentía herida, no cuidada (sabía que no estaba bien lo que me había sucedido), la que tenía sentimientos encontrados, la que tenía vergüenza, la que debía ocultarlo a como dé lugar y por supuesto, la que se había enfermado.
Comencé a engordar y a los 10 años me hicieron unos análisis, estaba súper anémica y con sobrepeso. La gordura cubría mi vagina y por tanto la razón de mi vergüenza.
Sin embargo, y acompañado a todo eso, había sido sexualizada siendo una niña. De cierta manera mi mundo inocente de muñecas se había pasado. Ahora sabía lo que era un acto sexual y de cierta manera, un orgasmo, ya que nunca me causo dolor, sino bajo la confianza que yo tenía en la otra persona a la que consideraba un hermano. Fue vergonzoso y doloroso y hasta amable ¿puede haber un abuso sexual amable? Puede. Después entendí los porqués.
Mis ansias de esconderlo me hicieron una persona solitaria. Por fuera era muy sociable, pero mi interior estaba resguardado bajo mil llaves posibles. Me desconecte por completo. Era la única forma de asegurarme que nunca lo sabrían.
Pero el mundo inconsciente no puede ser callado por mucho tiempo.
Depresión, insomnio, atracones de comida, sobre exigencias, sobresaltos de ira, promiscuidad y luego largas sequias. Todo como un castigo inconsciente, como una forma de recordarme lo que había ocurrido, por más que yo lo tapara, o pensaba que lo hacía.
En el 2006, no comía, no dormía, me sentía al borde del suicidio y tome la mejor decisión de mi vida: pedir ayuda. Fui a parar al consultorio de una psicóloga que creo que se dio cuenta de lo que me ocurría, pero que fue respetuosa de mi proceso. No estaba lista para verlo, ni siquiera para recordarlo.
Me relacionaba con los varones, pero siempre había atisbos abusivos, no poder poner límites, tratar de aparentar que eran buenos (en el fondo necesitaba redimirlos), era una especie de historia sin fin. Repitiéndose en círculos.
Comencé con constelaciones familiares, fui por un camino de entender mis dinámicas familiares, hasta que un día, ya después de ganar el concurso y tener el alto cargo que tengo ahora, lo pude decir en terapia, los recuerdos vinieron a mi memoria de una manera clara y precisa. Pero aún no podía dar detalles, tuvieron que pasar 10 años otra vez para que pudiera dar los detalles.
En ese momento, en constelaciones familiares. La consteladora hizo una como regresión y ubicó el momento mismo de la ocurrencia de los hechos. Fue para mí aterrador verlo desde afuera y también hizo nacer una ira profunda. Estaba realmente furiosa. No podía dormir de noche, me parecía ver al sujeto ese. Me di cuenta que le había dado el poder de seguir lastimándome.
Lo primero fue ver que no estaba ahí, que era un fantasma. Lo segundo, sacar la ira. Con mi terapeuta comenzamos a hacer unos ejercicios para sacar la ira y yo comencé a estudiar boxeo. Tenía que salir, ya que junto con ello tenía unos tremendos ataques de ansiedad. Me habían enseñado a no sacar la ira, a no expresarla porque eso estaba mal. Al comenzar a sentir esa ira y no saber qué hacer con ella, tenía ataques de ansiedad.
Mi terapeuta y yo decidimos seguir con las clases de boxeo. El profesor _ bendito sea_ sabía cuál era mi objetivo y trabajaba en equipo con mi psicóloga. Fue hermoso en ese primer momento tener una línea de contención y apoyo para vivir el momento de por fin: recordarlo, verlo y empezar a hacer algo con ello.
A la par yo tenía relaciones con personas. Me enamoraba, pero indefectiblemente se repetía el ciclo: había un amor intenso y enseguida un miedo profundo y luego: sobrepeso, enfermedad y comportamientos abusivos. Enamorarme se fue convirtiendo para mí en una tragedia. Inconscientemente, era lo peor que podía ocurrirme. Estaba esa guerra de lo que conscientemente deseaba y el inconsciente que me recordaba que debía defenderme: mi primera experiencia había sido una agresión que me provoco una enfermedad y no hacía más que repetir el patrón.
Deseaba con todo mí ser que la siguiente persona que entrara a mi vida fuera un príncipe azul que me rescatara de esa tremenda soledad que tenía, que me rescatara de mis traumas. Me resultaba demasiado doloroso recordarlo.
Mi terapeuta sabía que yo por tener conocimientos de expresión corporal (había estudiado danza) tenía una capacidad de expresarme con el cuerpo. De hecho, hoy en día sé que la danza me salvó, ya que con ella, encontré un canal para expresarme, para amigarme con mi cuerpo al que había aprendido a detestar. El asunto es que ella me llevo a sesiones de meditaciones con música y danza, una disciplina que trabaja las capacidades que todos tenemos con música y meditaciones. Y ahí todo cambio.
Tanto fue lo que me atrapo poder usar mi cuerpo para expresar mis emociones más profundas, poder llorar, ver mi lado vulnerable (que me asustaba al recordarme aquella primera vulnerabilidad) que se convirtió en un espacio para sanar y luego decidí formarme en eso. Inicie ese curso y otro de coaching y meditación. Tome un primer curso intensivo y luego otro de un año entero.
Cuando tome el del año entero, en el primer módulo, trabajando las herramientas del coaching, se debía hacer un trabajo de experiencia y se pidió un “conejillo de indias”, antes de eso habíamos hecho ejercicios corporales de poner límites. Y ese ejercicio activó mis memorias corporales. Así que con todo el coraje que tenía levante la mano, me acerqué al profesor le dije que se trataba de mi tema y el muy amoroso puso unas reglas especiales a la clase.
Hicimos la técnica de silla vacía o intercambio de roles (yo hacía de mi misma y luego me ubicaba en frente en la posición del otro, para mi ese otro era mi perpetrador). Superé mis miedos de mirarlo a los ojos y decirle como me sentía y lo que había provocado en mí, como sus hechos me habían marcado tan intensamente. Cuando me ubiqué en su lugar, empecé a sentir vergüenza, dolor, tristeza, derrota. Al ponerme en sus zapatos pude entender que era también un niño (tenía 15 años) y que venía de una casa en donde tal vez esa era la manera de demostrarse amor. Esa fue su manera. Él pensaba, sentía que yo era la favorita de mi madre y esa era su forma de estar cerca de ella.
Fue muy importante para mí tomar coraje sobre eso. Poder hacer ese ejercicio, poder ir desmitificando a la bestia que yo creía que era. Al mismo tiempo, estaba empezando una relación con una persona que me gustaba realmente mucho, era un ser hermoso físicamente, a la larga y conforme yo fui trascendiendo las etapas de este descubrimiento, mi relación con él se fue deteriorando. Lo había vuelto a elegir con los mismos parámetros, solo que esta vez, yo estaba empezando a trabajar los patrones, muy lentamente, pero lo iba haciendo.
Seguía con el sobrepeso como reacción. Eso no había cedido.
Las clases de coaching implicaban que yo debía tomar sesiones también. Así que por un tiempo interrumpí la terapia y empezamos a trabajar temas puntuales con mi coach.
Un día, antes de mi cumpleaños, le dije que me sentía muy mal. Los intervalos de sentirme mal eran más seguidos, pero eso era si se quiere bueno, me sentía incomoda porque estaba viendo las cosas. Le dije que me sentía sucia. Que podía ver que aquella infección que había tenido seguía en mi cuerpo, supurando y que eso me hacía indigna del amor.
Hicimos una sesión hermosa, trabajamos esa sensación corporal. Era solo otro fantasma. Fue como hacer una limpieza energética de mi misma. No espere que otro me sanara o me curara, esa noche me convertí en mi propia madre y desde ese día nunca más la solté.
Lo más desafiante para mí era mi relación con mis padres, llena de resentimiento, de rencor, de frustración, abandono y dolor. Eso era lo que yo sentía, de eso se trataba la soledad que había granjeado a pulso de sentir vergüenza, de sentirme culpable y a la vez, víctima de una situación. La idea de ser vulnerable, de mostrar mis sentimientos y emociones me resultaba insoportable. El único lugar_ paradójicamente_ donde me mostraba lo más auténtica posible era en la intimidad con mi hombre. Pero una vez que eso terminaba, volvían la culpa y la vergüenza, junto con atracones de comida. Necesitaba autorregularme. Que él me mirara con deseo me causaba pánico y no entendía por qué.
Había una guerra en mi interior. Y mi inconsciente siempre ganaba la partida. La niña herida estaba ahí para recordarme que debía defenderme, esconderme, que no lo podía ni siquiera mencionar. Hasta ese momento, 13 años después de iniciar la terapia no había podido describir los actos, solo decía que habían ocurrido. Tampoco podía describir el lugar y cuál había sido modo de operar del abusador.
Mientras yo seguía con mi curso de coaching y de expresión corporal con énfasis en nuestras potencialidades. Un día hicimos uno que trabajaba los sentimientos y el tema era la vulnerabilidad. Empezamos a expresar con el cuerpo distintos sentimientos y yo me daba cuenta como me costaba expresarlos desde adentro. Era como una piedra, hasta que llegamos a la ternura.
No sabía lo que era, como expresarlo y vino a mi memoria la imagen de mi sobrino pequeño, extiendo sus bracitos para que yo lo estrechara entre mis brazos. Empecé a llorar. Ahí estaba la ternura, él era la expresión de ella y en la experiencia de su amor me apoye para expresarla y entender de qué se trataba.
Yo si sentía, yo sí podía expresar amor. Yo sí podía darlo a manos llenas, mi sobrino de 4 años me lo había enseñado. Nunca más volví a dudar de mi ternura y de mi capacidad de amar. Estaban ahí, intactos, solo que se congelaron en mi interior, era momento de descongelarlos, de ir descubriéndolos de a poco. Y en eso mis sobrinos y mi mascota fueron fundamentales. A esos hermosos seres les debo gran parte de mi sanación.
A la larga la relación que tenía termino. La había sostenido por mucho tiempo, pensando que él era mi salvador, mi príncipe azul y que en su caballo blanco vendría a salvarme de mi trauma. No era así. Mi relación con él la reforzado de muchas maneras, seguía sin poder poner límites claros.
Iba sanando de a poco, la oscuridad cada vez era menos enemiga y más amiga. Seguía con intervalos de insomnio y atracones de comida. Seguía sintiéndome culpable. Hasta que por fin pude señalar con el dedo a dos personas: mamá y papá.
La verdad es que era su trabajo cuidarme, no el mío. La verdad era que ellos debían protegerme y no yo a ellos. La verdad era que jamás debieron meter a un extraño a su casa teniendo niñas ahí. Ahí, por fin se hizo consiente todo el resentimiento y el odio. Porque sí, lo tenía. Lo único que quería era hacerles pasar todo el suplicio que internamente había vivido y que por mucho tiempo había temido siquiera expresarlo.
Tenía ganas de zarandear a mi mama y decirle como había sido tan estúpida como para no darse cuenta y en qué momento se le ocurrió responsabilizarme diciéndome que no me “limpiaba bien”. Preguntarle a mi papá donde estaba cuando eso ocurrió. ¿Estaba realmente trabajando? ¿O detrás de alguna de sus conquistas extramatrimoniales?
Lo cierto es que mamá lleva muchos años muerta y mi papá anda en su mundo pensando que todo el pasado fue bello y mejor, incrédulo ante muchos errores del pasado. Me tocaba tomar sus roles para sanar. Hacer el trabajo de traerlos a terapia, sentarlos delante de mí y decirles todo como lo sentía. Yo los amaba y los necesitaba y a la vez, estaba tan enojada que su sola presencia me irritaba.
Fue un trabajo lento. Llevaba ya 16 años de terapia. Cuando comencé a darles a ellos la responsabilidad de lo que había sucedido y entender que esta niña no tenía responsabilidad de nada, mi mundo emocional tuvo un vuelco. Y también el físico. Los atracones y subidas y bajadas de peso alarmantes ya no eran una opción. Llevaba por lo menos 4 años de ir controlándolos. Estaba aprendiendo a conocer mis propios límites y a partir de ahí, limitar al resto y lo principal, poner límites a mi papá, que vivía en su mundo fantástico incapaz de ver las heridas de sus hijos o de ser empático. El miedo a perderlo me había llevado a tantos sacrificios, la necesidad de que por fin me viera y me preguntara realmente que me había sucedido había consumido mucho de mi tiempo.
Pero al dejar atrás los atracones, me sobre cargue con trabajo. Ahora la antigua promiscuidad ya no era un problema, sino el hecho de que no estaba disponible para ningún tipo de relación. Estaba blindada. Ahora veo que había hecho consciente aquello inconsciente: no podía soportar que un hombre me tocara por mucho tiempo. Me sentía culpable pensando que con esa relación duradera afrentaba a esa niña que fui, víctima de un varón. La contradicción interna había, por fin visto la luz. Solo que requirió de nuevas somatizaciones.
Empecé a tener fiebres de origen desconocido y problemas de salud inexplicables. La conclusión era que todo ese estrés de la sobrecarga laboral auto impuesta estaba afectando mis suprarrenales, debía reducir todo para sanar.
A medida que, en terapia, con biodecodificación emocional yo iba identificando mis síntomas, estos desaparecían cuando identificaba la emoción subyacente. Le podía poner nombre a lo que sentía, empecé a dejar de temerles y por fin vino la epifanía: pude describir con palabras lo que había sucedido aquellas noches. Pude sacar mi voz, llamar a las cosas y personas por su nombre y ubicarme en lo que había sido: la víctima. Pasaron 17 años desde que inicie la terapia. Y más de 30 años desde que los hechos ocurrieron.
Con el tiempo comenzó una reducción de peso sostenida, comencé a mírame al espejo con amor, a cuidarme, a sentir alegría de verdad. Comencé a reír desde el estómago. Los límites ya no son un problema para mí y mi estabilidad emocional es innegociable. Las lágrimas tampoco son ya un inconveniente. Desde que había empezado el curso de coaching aprendí a llevar un diario, así que mis emociones y pensamientos quedan plasmados ahí. También dibujo y pinto.
El aprendizaje ahora es remodelar mis mecanismos de defensa. Aquellos que aprendí de pequeña. Cuales fueron esos: el sobrepeso, la desconexión emocional aparente, el insomnio y la enfermedad como última instancia. También a ver a mis padres como dadores de vida que se equivocaron y darles a ellos la responsabilidad que tienen, así como el abusador.
Mi trabajo en terapia ahora pasa por entender que no todos los varones son abusadores. Que hay hombres de bien, aprender a perdonarme los errores y patrones del pasado con ojos amorosos, acostumbrarme a que puedo ser tocada con amor. Me di cuenta que no podía dejar que se acerquen por mucho tiempo porque la idea me parecía intolerable. Yo ya no soy esa niña, ahora soy una mujer y disfruto mucho la compañía del otro, así como hacer el amor.
Sacarme de encima el peso de la culpa fue lo más valioso en este proceso. Entender las conexiones de mis somatizaciones con los traumas también. Aceptar que podía integrar medicación con terapia y salir triunfante.
El resentimiento que parecía congénito también fue cediendo. No lo niego cuando aparece. Dejo que pase, le doy un lugar y luego veo todas las posibilidades. El amor por el otro nace a partir del amor propio. Y ese amor propio implica para mí reconocer el pasado doloroso, integrarlo, poder hablar de él. Solo así me puedo brindar sin tantas murallas.
El amor por el otro, comienza por mi propio amor. Por el perdón de mi misma, por entender que era una niña y otros los adultos. Por aceptar que tantos errores eran producto de un trauma que fue circular hasta que yo pudiera verlo de frente, hablar de él. Conectarme con él.
A veces todavía me despierto por las noches _ era de noche cuando ocurrieron los hechos_ . Por fin entendí que el insomnio que me aparecía usualmente cuando conocía a alguien nuevo, aparecía para recordarme aquellas noches.
Solo puedo manifestar un inmenso amor por esa niña que aún vive dentro de mí, porque en su inocencia me brindó los recursos que necesitaba para sobrevivir y llegar hasta donde lo hice. Una profesional exitosa en su área, respetada y validada por sus colegas, adentro y afuera del país.
Es el momento de darle las gracias, dejarle que descanse un poco y que yo como adulta me haga cargo de la situación, de hecho, desde el momento de iniciar terapia lo hice, ahora tengo otros recursos y la plenitud ya es una idea posible y real para mí. Así como la familia, la pareja y el amor.
Campanita