*Por Fachu Aguilar
Tengo 29 años, he sido mujer durante toda mi vida. Ni una sola vez me sentí satisfecha de mi respuesta ante una situación abusiva.
Reconozco que desaprendo el miedo y muchas horas después, entre la ira y la rabia, aparece con claridad la frase justa, esa que tuve que haberla dicho y no salió. ¿Cómo no la dije en su momento? ¿Por qué no reaccioné? ¿Por qué reaccioné así, si tenía razón? ¿Por qué dije? ¿Por qué callé? No tenía que haber llorado. ¿Por qué no me aguanté?
En la espiral de la tormenta
estoy en el centro
y escucho el retumbar de mi pecho
que arde.
Siempre estoy queriendo justificar la situación, asumiendo que me equivoqué, que si hubiera hecho otra cosa -tal vez- eso no hubiera sucedido.
Tengo 29 años, no recuerdo un solo día que no haya sentido culpa.
Por ser mala mamá
Por ser una amante apasionada
Por ser la pelota jara del megáfono
Por conformarme con poco
Por pedir demasiado
Por hablar tanto
Por haber callado justo en el momento en el que tenía que haber gritado con más fuerza.
Culpa heteronormada
Culpa poliamorosa
Pido perdón compulsivamente, utilizo frases que me excusan constantemente. Lloro y me alivia un poquito. Cuando no lloro exploto y somatizo, el cuerpo se cansa y se enferma. Estoy enferma de la culpa. No soy la única. Vos también tenés una relación tóxica con la culpa.
Mi mamá me enseñó la culpa. No la culpo. Ella no quiso. No lo sabe. Probablemente también le fue transferida, por herencia, esta forma perversa de vivir y padecer la vida. Tampoco sabe y no siempre le digo que ante la culpa paralizadora, su abrazo es refugio.
Miradas inquisidoras
Silencios
Laberintos
El miedo a no ser querida
El terror a ser dejaba.
Así no se dice
Quedate quieta
Mitakuña´i pokovi
Portate bien
Te vas a caer
Yo te avisé bien que te eso te iba a pasar
No llores
No pasó nada
MENTIRA
Pasó y no solo pasó, sino que se quedó la culpa. Camina a pasos agigantados por la casa y el cuerpo. Algunas veces se transforma en ira, otras en miedo, casi siempre en contractura, frecuentemente en frustración.
Me perdono todas las veces que consentí una situación de abuso, me perdono las veces que me sembré odio en el cuerpo, me llamé gorda y me sentí fea.
Me perdono todas las veces que no le escupí en la cara a un homofóbico o a un racista.
Me perdono las veces que respondí a preguntas inquisidoras y me expuse con mi respuesta.
Me perdono todas las veces que quise estamparle un golpazo a un acosador callejero pero me quedé con el golpe entre las manos y me lo di a mí misma, en silencio, por tonta, ingenua, cobarde, cagona.
Me perdono todas las veces que permití que mis afectos me manipulen en nombre del amor.
Siempre que ignoré mi intuición, tuve que aprender las lecciones más duras. Por eso también me perdono.
Todavía no me perdono la frustración de ser una feminista emocionalmente sobre-explotada. Por eso me enfermo y me angustio. Reconocerlo me ayuda y me reconforta. Todavía no me sana. Pero no me culpo por ansiosa. Estoy cansada de sobrevivir, de repetir sin descanso un discurso pedagógico respetuoso y cosechar ingratitud y silencio. Harta de luchar en todos los frentes con pasión desmesurada y sentirme sola rodeada de soledades ajenas, que me ven pero me evaden.
Me permito ser pequeñita en mi fortaleza. Espanto la culpa con hierbitas y mimos que le doy a mi cuerpo y a mis ideas. Me recuerdo que me amo y que me acepto. Incluso en los días en los que no me tolero ni me soporto.
En la locura ataco a mi cabello con la sutil ilusión que en cada corte vendrá un tiempo
nuevo, un pequeño instante infame de libertad, alguna certeza, una brisa, una sonrisa, un beso.
Al borde de la calvicie y con las canas aflorando en toda la redondez de mi cabeza. Blanquecinas bombas de tiempo, imperceptibles, brillantes al sol. Me cuentan que soy sabia, que tomar conciencia que la culpa me gobierna es el primer paso para liberarme de ella.
Ante tanta violencia el desafío es hacerse cargo de que con los retazos del pasado somos quienes decidimos ser en cada circunstancia. Y que sí, que las cosas serían diferentes si las condiciones objetivas estuvieran dadas. Pero resulta que no, que estamos acá y el territorio del victimismo fatalista es confortable y se alimenta de una necedad que no nos deja crecer.
Cada una de estas palabras está llena de culpa por eso las nombro y me perdono.
Porque si no me puedo equivocar, no es mi revolución.
*Fachu Aguilar es poetisa, feminista, comunicadora, agitadora de la vida.
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