Lo político en nuestras vidas: más allá del partidismo

 

*Por Clemen Bareiro Gaona

En Paraguay, como en muchos lugares del mundo, solemos reducir la política al activismo partidario, a las elecciones o a los nombres de quienes ocupan cargos públicos. Pero lo político es mucho más profundo: atraviesa la vida cotidiana, se filtra en nuestras decisiones diarias y moldea lo que podemos o no podemos ser.

Esta reflexión surgió a partir de una entrevista que escuché en redes sociales, en la cual Nicolás García, actor paraguayo, aseguraba que el arte nada tiene que ver con lo político. Lo confieso: al escuchar eso, me enojé. Tardé en escribir al respecto justamente porque necesitaba procesar ese malestar. Después recordé que no todas las personas pensamos igual, que no todas atravesamos los mismos caminos, y que precisamente por eso debía animarme a poner en palabras mi mirada al respecto.

La educación que recibimos, la salud que se nos garantiza (o se nos niega), las condiciones laborales que aceptamos, el transporte que usamos, el precio de los alimentos que consumimos: todo eso es político. Lo es también la manera en que organizamos la familia, el barrio, la comunidad. Incluso lo que creemos íntimo – nuestras formas de amar, de vestir, de hablar – está atravesado por estructuras de poder y disputas de sentido.

Una organización de vecinos, por ejemplo, puede decidir unirse para reclamar agua potable, gestionar una plaza o resistir un desalojo.

Esas decisiones colectivas chocan con estructuras de poder, con leyes, con intereses económicos. Ahí se vuelve evidente cómo lo político moldea los comportamientos y los horizontes de lo que podemos hacer juntas.

El arte no escapa a esto. Decir que el “arte nada tiene que ver con la política” es desconocer su potencia y es al mismo tiempo una posición política. Cada gesto artístico es un posicionamiento frente al mundo, aunque sea por omisión. El silencio también es un discurso político. Basta recordar como José Asunción Flores creó la guarania como música  popular que dignificaba a un pueblo entero o como Carmen Soler convirtió la poesía en trinchera contra la dictadura, o Alberto Rodas quien llenó de  contenido social su cancionero y nos regaló el himno “Dónde Están”. O como Rocío Robledo que con sus músicas y su gestión cultural abrió caminos para pensar otras formas de libertad y participación de sus colegas mujeres en el mundo de la música en Paraguay. Cada una de estas personas mencionadas entendió que el arte no podía desvincularse de las luchas de su tiempo.

En un país como Paraguay, negar esta dimensión es seguir negándonos la posibilidad de construir con memoria y libertad una sociedad que ha sido lastimada y castigada por demasiado tiempo de represiones, son prácticas que arrastramos desde la dictadura y que, aunque queramos ignorarlo, siguen vigentes hasta hoy.

La política no se agota en los partidos, pero tampoco se limita a los grandes debates institucionales. Está en la cocina colectiva, en la feria campesina, en el mural pintado en los barrios, en la decisión de programar una obra en guaraní o de abrir un centro cultural comunitario. Reconocerlo es un paso necesario para no caer en la trampa de creer que “lo político” solo existe cada cinco años en una urna electoral.

Lo político está en todo lo que vivimos. Y entenderlo así nos devuelve la posibilidad de transformar no solo las instituciones, sino también la vida misma. Asumir que todo es político no significa perder la belleza de las cosas, sino al contrario: ver que lo cotidiano, lo artístico y lo colectivo son campos de transformación. Y que en cada gesto – al cantar, crear, actuar, cocinar, enseñar o resistir – también estamos disputando el sentido de la vida en común.

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