¿Dónde va el agua que cae del cielo? La respuesta, por fin, tiene rostro de esperanza en el Chaco paraguayo. Mediante el trabajo en equipo, la consulta previa con las comunidades y una red de alianzas estratégicas, hoy es realidad un sistema que garantiza acceso a agua potable durante todo el año.
*Por Noelia Díaz Esquivel
¿Qué pasa con el agua de lluvia? La pregunta suena a misterio, a plegaria y a milagro. En el Chaco paraguayo —ese territorio semiárido donde la vida se abre paso en condiciones extremas—, la respuesta durante décadas fue desoladora: el agua caía, corría, se evaporaba… las comunidades quedaban sedientas, no por castigo divino, sino por un histórico abandono estatal.
Millones de guaraníes de fondos públicos se gastaron en proyectos que nunca funcionaron. Promesas que se evaporaron como el agua misma. La sed y la sequía se repetían cada año por cinco o seis meses, como una condena. Entonces, entre la desesperanza, un grupo de soñadores se preguntó ¿y si el agua del cielo pudiera guardarse en la tierra para sostener la vida todo el año?
Luego de numerosas pruebas y aprendiendo de cada experiencia desarrollada tanto a nivel nacional como en otros países que atraviesan la misma problemática, nació la idea de desarrollar un sistema de macrocaptación de agua de lluvia, pensado desde la naturaleza y con la gente como protagonista.

De la idea al proyecto: cuando la naturaleza inspira
La chispa se encendió en 2019, cuando la organización Pro Comunidades Indígenas (PCI), con más de 30 años de trabajo en el Chaco, propuso al Servicio Nacional de Saneamiento Ambiental (SENASA) explorar una solución distinta.
“La propuesta comenzó en 2019, pero recién se efectivizó en abril de 2020, justo cuando arrancaba la pandemia. Igual nos movimos, casa por casa, para consultar a las comunidades. Dos problemas se repetían: la falta de agua en la sequía y que los sistemas instalados no daban abasto. Además, eran proyectos pensados sin la gente”, recuerda Carlos Giesbrecht, referente del proceso.

Inspirados en reservorios usados en la producción ganadera, surgió otra pregunta: ¿por qué no aplicar lo mismo para el consumo humano? Parecía un sueño lejano, pero el tiempo y la terquedad lo acercaron a la realidad.
El sistema se diseñó de manera sencilla y ecológica: el agua de lluvia se capta, filtra con piedra, grava, arena y carbón, y luego se clora para garantizar seguridad microbiológica. Todo por gravedad, sin grandes dependencias tecnológicas. Un invento adaptado al Chaco y mucho más económico que los megaproyectos estatales que fracasaron.

La captación, entonces, solucionaba el primer problema. Pero para el consumo humano es necesario pasar por otros procesos de filtrado y purificación. Nacía otro desafío ¿cómo desarrollar un sistema amigable, sostenible y asequible para las comunidades?
Ciencia práctica y manos comunitarias
Fulgencio Mendez, como ingeniero empírico, hizo la primera prueba en una simple damajuana, colocando capas de grava y arena. El agua se filtró. Y ahí comenzó la certeza de que funcionaría en grande.

Las comunidades de Cucaani y Guida Ichái, en Carmelo Peralta, fueron las primeras en tener plantas piloto. No fue un proyecto impuesto, sino construido con la gente: hombres y mujeres participaron en la obra, aprendieron el manejo y se organizaron en consejos de agua para garantizar el mantenimiento.
“Participo en el mantenimiento, ayudo a mi marido a limpiar. Ahora todo está mejor. Antes tomábamos agua cruda del río, ahora ya es agua filtrada y clorada. Eso es salud, sobre todo para los niños”, lo resume con sencillez Sonia Quena Dosapei, pobladora de Cucaani.

La fuerza de las alianzas
La innovación generó resistencias. “Muchos pensaban que iba a ser un elefante blanco”, recuerda Giesbrecht. Pero la directora de SENASA en ese entonces entendió el valor de la propuesta. Aun así, costó convencer a los financiadores: estaban acostumbrados a presupuestos millonarios, no a soluciones baratas y efectivas.
Finalmente, el apoyo llegó de la mano de alianzas público-privadas: SENASA, PCI, empresas como COITEA, y más tarde el proyecto Voces para la Acción Climática Justa (VAC). El trabajo en conjunto permitió no solo instalar los sistemas, sino también formar capacidades locales y generar confianza en las comunidades.
Hoy hay cuatro plantas de macrocaptación operativas: dos en Laguna Negra, que abastecen a 15 comunidades (1517 personas), y dos en La Patria, que benefician a 18 comunidades (2329 personas). En total, casi 4000 latinos e indígenas tienen acceso a agua potable de lluvia durante todo el año.
Un cambio que se siente
Fulgencio Quencho Méndez, técnico del proyecto, explica:
“Succionamos agua del río con bomba, pasa por un prefiltro y luego por filtros de piedra, arena y carbón. Todo funciona por gravedad, cae a un reservorio enterrado, y desde allí se eleva a un tanque con cloro para distribuir en cada canilla. Es un sistema sencillo, pero eficaz”.
En los lugares donde no existe un río cercano, el sistema de filtrado se adapta al territorio: el agua de lluvia se recoge en extensiones de tierra especialmente cercadas, con canales que concentran y conducen el líquido hasta caños. Luego el agua pasa a una pileta protegida con una malla especial para filtrar impurezas grandes, antes de ingresar al sistema de grava, arena y carbón. Así, lo que antes se perdía en el suelo árido, hoy se guarda y se transforma en agua segura que llega directamente a las casas.

El secreto está en su diseño: tecnología apropiada, bajo costo, fácil de mantener y respetuosa con la naturaleza. Y lo más importante: es manejada por las propias comunidades.
“Siempre quise que mi hijo tomara agua potable, y ahora eso me hace tan feliz. Cuando falta energía usamos generador, pero ya no necesitamos volver al río”, cuenta con emoción Elías Posoraja, presidente del consejo de agua de Guida Ichái.
La diferencia en la vida cotidiana es enorme. Nelio Ramón Añasco, encargado de mantenimiento de la planta ubicada en la comunidad Emaus, asegura: “Controlamos todos los días que el sistema funcione. Gracias a Dios nunca falló. Y lo mejor es que nosotros mismos usamos esta agua. Tomamos con tranquilidad, sabiendo que está segura”.

El agua dejó de ser un privilegio incierto para convertirse en un derecho tangible y el proyecto VAC fue clave para que la macrocaptación dejara de ser un experimento aislado. En ese sentido, apoyó la construcción de una planta demostrativa en Remansito, que permitió mostrar el sistema a técnicos, autoridades y financiadores sin necesidad de viajar hasta el Chaco profundo. Esa visibilización abrió puertas y sumó voluntades.
Además, VAC cooperó con fondos para hacer posible el intercambio de saberes y el enfoque de justicia climática: traslados para escuchar a las comunidades, respetar sus decisiones y poner en el centro la sostenibilidad ambiental.
Gotas de esperanza
En el Chaco, cada gota de agua es vida. Por eso este proyecto no es solo una obra técnica: es una historia de dignidad colectiva.

El agua de lluvia, antes desperdiciada, ahora se convierte en símbolo de resistencia y futuro. Las comunidades ya no esperan milagros: construyen su propio camino con alianzas, ciencia práctica y compromiso.
La esperanza fluye en cada canilla abierta, en cada niño y niña que bebe sin miedo. Y aunque queda mucho por hacer para llegar a todas las comunidades chaqueñas, este es el comienzo de una transformación posible.
*Edición: Mónica Bareiro @monibareiro
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*𝘌𝘴𝘵𝘦 𝘮𝘢𝘵𝘦𝘳𝘪𝘢𝘭 𝘧𝘶𝘦 𝘱𝘳𝘰𝘥𝘶𝘤𝘪𝘥𝘰 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘮𝘢𝘳𝘤𝘰 𝘥𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘰𝘨𝘳𝘢𝘮𝘢 𝘝𝘰𝘤𝘦𝘴 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘭𝘢 𝘈𝘤𝘤𝘪ó𝘯 𝘊𝘭𝘪𝘮á𝘵𝘪𝘤𝘢 𝘑𝘶𝘴𝘵𝘢 (𝘝𝘈𝘊), 𝘪𝘮𝘱𝘭𝘦𝘮𝘦𝘯𝘵𝘢𝘥𝘰 𝘦𝘯 𝘗𝘢𝘳𝘢𝘨𝘶𝘢𝘺 𝘱𝘰𝘳 𝘞𝘞𝘍-𝘗𝘢𝘳𝘢𝘨𝘶𝘢𝘺 𝘺 𝘍𝘶𝘯𝘥𝘢𝘤𝘪ó𝘯 𝘈𝘷𝘪𝘯𝘢.