La herida invisible: niñas atrapadas entre usos, costumbres y silencio

Por: Emilia Heinz

 

¿Qué pasa cuando a una niña la obligan a iniciar una relación con un hombre mucho mayor? La sociedad se indigna, lo condena, lo señala y tristemente, lo olvida. Son prácticas enquistadas bajo el nombre de “tradiciones”; el intento de cuestionarlas se apaga pronto, sofocado por una resignación colectiva que prefiere normalizarlas antes que confrontarlas. En ese silencio, se perpetúan desigualdades, violencias y omisiones, desdibujando el verdadero sentido de la autonomía indígena.

 

La autodeterminación de los pueblos indígenas es un principio fundamental, pero no debe convertirse en escudo para justificar prácticas que vulneran vidas. Los sistemas normativos tradicionales (lo que comúnmente conocemos como usos y costumbres) no pueden estar por encima de los derechos humanos de niñas y niños.

 

Durante mucho tiempo, algunos usos y costumbres han sido, y seguirán siendo, señales de alerta mientras no nombremos las cosas por lo que son: uniones tempranas y matrimonios forzados. Para que exista una unión temprana, no hace falta una ceremonia. Basta con que una niña sea convencida o presionada para irse a vivir con un hombre mayor y asumir el rol de esposa. 

 

En algunas regiones, esa “decisión” responde a acuerdos entre familias, donde la niña se intercambia por una despensa, unas gallinas o, simplemente por el “honor” y aunque esperen a que cumpla 18 años para llevar a cabo el reconocimiento legal, la violencia ya ocurrió, porque cuando no hay consentimiento libre, pleno e informado, hablamos de un matrimonio forzado. La violencia no deja de ser violencia solo porque alguien la llame costumbre. 

 

Una niña que carga a su propio bebé en lugar de cuadernos no es una anécdota aislada. Es una realidad que se repite. Una situación empujada por la falta de oportunidades o por la creencia de que no hay alternativas. Historias con nombre y apellido, que no se reconocen como injusticias, y por eso se han normalizado generación tras generación.

 

Actualmente, en Chiapas, según cifras del Censo de Población y Vivienda 2020 realizado por el INEGI, más de 3.500 niñas entre 12 y 17 años viven en condición de unidas o casadas. De esas adolescentes el 7.9% pertenece a pueblos originarios, lo que evidencia una incidencia más alta en contextos indígenas. Y no se trata solo de uniones; según la misma fuente, más de 11.300 niñas ya son madres dentro de ese mismo grupo de edad.

 

En 2024, Chiapas registró la tasa más alta a nivel nacional de nacimientos en niñas de 16 años o menos. Hubo más de 5.100 partos, lo que equivale a 92 nacimientos por cada 100.000 habitantes¿Te imaginas a 92 niñas embarazadas? Algunas de apenas 10 o 12 años, incluso con hombres mayores de 60 años, sin mencionar cuántas de ellas pierden la vida durante el embarazo o el parto. Un hecho terrible.

 

Muchas de ellas no saben que esa situación nunca debió ocurrir. La unión temprana desencadena abandono escolar, embarazos adolescentes y múltiples formas de violencia: física, sexual y psicológica. Lo más alarmante es que muchas ni siquiera lo identifican como una injusticia, porque han aprendido que “así debe ser”.

 

Aunque el matrimonio infantil está prohibido por ley en México desde 2019, la norma aún choca contra una realidad persistente: una deuda histórica con las niñas, que no se salda con discursos bienintencionados, sino con voluntad política, inversión pública, educación y acción comunitaria.

 

Los derechos de las niñas no pueden depender del lugar donde nacieron, tampoco pueden ser vistas como moneda de cambio o soluciones económicas para sus familias. Visibilizar estos temas no significa exhibir ni juzgar moralmente, significa actuar con responsabilidad ética y sentido de urgencia.

 

Necesitamos abrir espacios seguros, donde las niñas puedan informarse, decidir y expresarse. Donde su voz cuente. Reconocer este problema es el primer paso para abrir caminos donde cada niña pueda elegir su propia vida, sin miedo, sin presiones, sin que nadie decida por ella.

 

Llamemos violencia a lo que muchos llaman tradición. Llamemos delito a lo que muchos ven como costumbre y reconozcamos a las niñas por lo que son: personas, mujeres, libres, con conciencia propia. Acompañémoslas a soñar, imaginar futuros distintos, saberse capaces. No basta con señalar lo evidente ni juzgar a las comunidades: hay que cuestionar las estructuras que están fallando.

 

Respetar los usos y costumbres no significa aceptar la injusticia. Podemos hacerlo desde la cultura, desde la educación y desde los derechos humanos. Porque no todo lo que ha sido siempre tiene que seguir siendo.

 

Nombrémoslo. Cuestionémoslo. Y si incomoda… es porque ya no estamos dispuestas a callar.

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