El mártir como mandato de la masculinidad

Por: Paula Forero

 

El patriarcado no solo oprime cuerpos: también los fabrica para el sacrificio. Cuerpos de hombres que deben estar disponibles para morir por una causa mayor. Esa relación entre masculinidad y el “mártir” no es solo una figura narrativa: es una columna vertebral del poder político.

 

Tras el asesinato de Miguel Uribe Turbay, su padre declaró: “Hijo, tu sacrificio no será en vano”. El dolor se convirtió en instrumento político, evidenciando lo normalizado que tenemos como país que la muerte pueda aprovecharse para impulsar una causa. Estas declaraciones no son una anomalía en la política colombiana. Daniel Quintero, Gustavo Petro y tantos otros a lo largo de la historia han prometido que “morirían por el país”, apelando incluso a la bandera roja, blanca y negra que ahora acompaña al Presidente en varias ocasiones, con el lema atribuido a Bolívar: “Libertad o muerte”. Para la política masculina, un líder se prueba en la disposición a entregar su vida.

 

Entre las miles de cosas machistas que tienen en común la izquierda, la derecha y el centro —y, en general, la política masculina— está su obsesión con el sacrificio. No basta con vivir por la causa. La prueba máxima es morir por ella. La masculinidad hegemónica se sostiene sobre varios pilares, incluidos la valentía, la glorificación del dolor y el rechazo total del miedo y la vulnerabilidad. Morir “por algo más grande” se ofrece como evidencia final de hombría: un “verdadero hombre” preferiría caer muerto antes que admitir que siente y que teme. Esta es solo otra forma de huir de la vulnerabilidad, porque el sufrimiento se lee como coraje.

 

El mártir encarna ese ideal: es quien lleva el sacrificio al extremo, incluso a la muerte, mostrando que el compromiso y la hombría están por encima de la propia supervivencia. Deja de ser persona y se convierte en símbolo, en propaganda. Una historia útil, una bandera que otros pueden agitar. Su cuerpo se vuelve herramienta narrativa del poder. Pero esa lógica tiene costos profundos: la vida que se le exige entregar, la angustia que debe esconder, el dolor que debe callar.

 

La glorificación del sacrificio no es una acción inofensiva: corroe el proyecto colectivo; implica que el vivir y la lucha cotidiana se devalúen frente al morir heroico. Así, la entrega diaria —marchar, organizarse, defender derechos, cuidar lo común— queda relegada a un papel secundario. Se instala la idea de que la verdadera transformación sólo se consigue con sangre, como si la vida no alcanzara para cambiar nuestra realidad.

 

El bienestar deja de asumirse como un derecho y empieza a presentarse como un premio que otros reclaman en nombre del mártir. Cuando la muerte se convierte en símbolo de honor, proteger la vida deja de ser prioridad. Y si morir por la patria es glorioso, los asesinatos políticos dejan de verse como un fracaso del Estado y pasan a justificarse como “sacrificios inevitables”. En un país como Colombia —atravesado por la guerra, la violencia partidista, el asesinato de líderes sociales y la idea de que algunos cuerpos deben morir para que la historia avance— estas no son frases retóricas: terminan funcionando como un manual de lo que supuestamente debe ser un “buen líder”.

 

Así, una elección se convierte en un concurso a ver quién promete la muerte más épica, quién está dispuesto a convertirse en mártir para demostrar que merece gobernar. En cada elección escuchamos la promesa de entrega total, de muerte si es necesario. Pero lo que deberíamos exigir es otro tipo de promesa: la de la vida, la de sostener en cuidado. Lo verdaderamente transformador es que nadie tenga que morir para que el resto pueda seguir.

 

Es necesario aclararlo: este análisis no afirma que los asesinatos y atentados políticos en Colombia ocurran por el mandato de la masculinidad o la glorificación del mártir. La violencia política es absolutamente reprochable y jamás sería responsabilidad de quienes la sufren. Lo que quiero señalar es una narrativa que se ha normalizado en nuestra política: la idea de que la muerte por una causa es el punto más alto del compromiso. Entiendo que en este país ningún derecho ha sido regalado, que muchas conquistas se han logrado en las calles y que, lamentablemente, han tenido víctimas mortales. Pero creo que es momento de detenernos y cuestionar esos mensajes que todos los sectores repiten. Desromantizar la violencia que marcó especialmente los años 70, 80 y 90. Hacer un llamado urgente a cuidar la vida. Porque ninguna causa, ningún partido y ningún líder político está por encima de ella.

 

Es importante recordar que quienes más han sostenido la vida en medio de tantas muertes y asesinatos han sido las mujeres. Han entendido desde siempre el valor de la vida y del cuidado, porque reconocen los costos reales que deja cada mártir: el vacío, el duelo, la comunidad que se fractura, acompañar a quienes se quedan. Por eso han centrado su lucha en resguardar la existencia y su dignidad, conscientes de que ningún proyecto político puede sostenerse si exige cuerpos sacrificados como punto de partida.

 

Por eso, propongo una pregunta: ¿queremos líderes dispuestos a desaparecer para probar que son hombres? ¿Queremos líderes que honren la vida o que la entreguen para ser reconocidos? La masculinidad que se define por matar y morir ya nos ha costado demasiado.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Últimas noticias